miércoles, mayo 18, 2005

Historia e historia: Borrar los límites

Daniel Certain Sintjago

Hablemos de historia, de la una y de la otra, en una lengua que nos permite hablar de ella en sentido doble, hablar de historia de una forma en que esta palabra pueda dividirse en dos, e ir, aparentemente, en direcciones diametralmente opuestas. Una, “la” Historia, la que posee nombre propio, la que nos dice quienes somos y de donde venimos, la historia “oficial”, la historia académica en la que podemos hallar nuestros orígenes, la que nos está permitido creer. La otra, aquella que en inglés se escribe sin “h” (story), la que nos cuenta cosas sin importar su veracidad, la que se presenta siempre en plural: “historias”, la que se traduce en cuento, novela, relato, la que no tiene nombre propio. Pero, ¿Qué significa tener nombre propio? El nombre propio se pretende como garantía de una “cierta conexión entre el lenguaje y el mundo en la medida en que designa a un individuo concreto, sin ambigüedad, sin necesidad de pasar por los circuitos de la significación.”[1] El nombre propio designa entonces un dominio, un reino del logos que aparenta escapar al juego de huellas de la diferenzia[2]. Como Dios, la Historia se hace poseedora de poder a través del nombre propio, un más allá de…, un centro carente de correlatos. El nombre propio constituye precisamente la estrategia del logocentrismo. Sin embargo podemos advertir que no existe el nombre propio: “Lo qué designamos con el nombre común genérico «nombre propio» tiene que funcionar también en un sistema de diferencias: este o aquel nombre propio, y no otro, designa a este o aquel individuo, y no a otro, y se encuentra, por tanto, marcado por la huella de los demás en una clasificación, aunque no sea más que de dos términos […] el nombre propio es siempre impropio”[3] Primer fallo de la Historia.
Acotemos, antes de seguir, que nosotros en esta sala, ahora mismo, en este transcurso de tiempo, estamos de acuerdo en que la Historia, en ambas acepciones, es escrita sólo por el hombre y que Historia no designa el tiempo sino la recuperación de un tiempo, de un trayecto.
A partir de la episteme moderna, el hombre, se construye una Historia en la que buscando sus orígenes sólo se halla a sí mismo en la producción misma de los acontecimientos, se pretende origen y producto al mismo tiempo de esa Historia. Recrea en cierto modo un nuevo platonismo que intenta mezclarse con el conocimiento empírico, de modo que cree profundamente en la Historia como poseedora de su verdad última, de su verdadero origen, casi concebible en un mundo ideal, pero que al mismo tiempo no se cuestiona que la formación del hombre se ha dado a través de la experiencia a través de los siglos (mito que ya Foucault ha desmontado en Las Palabras y las Cosas). La única forma de conseguir entonces la vuelta a dicho origen es la reconstrucción de su trayectoria a través del tiempo.
La pretendida búsqueda de las verdades del hombre, de su identidad, en sus prácticas más estrictas, más “científicas”, se intenta construir mediante un método que no permite (o cree no permitir) ninguna clase de suposición, de improvisación o de construcción ficcional, más allá de lo que se pueda recuperar de los testimonios (y póngase atención a esta palabra), o documentos directos y producidos en el mismo momento de los acontecimientos. Existe entonces, a partir de esta veracidad, una nueva fe en la Historia como forma de encontrar en el pasado la clave para construir el futuro. No obstante, la veracidad en la construcción de la Historia se ve truncada desde el principio por esa funcionalidad apriorística que se le quiere insuflar desde todo punto de vista trascendentalista. El error no está en la práctica histórica sino en lo que se pretende que produzca dicha práctica, el valor que se le da a dicha práctica.
Se convierte al símbolo Historia en significante de lo que somos, y se cree en ella como verdad última del hombre, contradiciendo así cuando se entiende que el hombre es escritor de ella. Como principio de la misma, el binomio inestable origen de la historia / producto de la historia se hace visible ante nuestros ojos y crea un hueco metafísico, en el que de alguna manera, se tiene una fe inconmensurable.
Una caja de Pandora se abre con cierta creencia en la Historia “verídica”, la pertenencia a cierto lugar y a cierto momento nacidos del seno de una ficción, algunas políticas que intentan rescatar seres ficcionales (llamados personajes históricos), para trasladarlas al presente e introducirlas en la identidad de individuos cuya ‘realidad’ (otro constructo ficcional que no da tiempo analizar), no podría estar más lejana a la de dichos personajes. Es entonces todo tipo de identidad una reconstrucción ficcional: nada escapa del texto. La Historia responde siempre a una evocación (e invocación), a una especie de grito al cielo, la evocación del pasado irrescatable. La Historia posee imposibilidad de presente porque por más inmediata que sea su escritura a los acontecimientos que evoca, siempre estará sujeta a esa evocación. No podemos evocar lo presente así como no podemos anhelar lo que poseemos. Entonces tenemos a la Historia como una reconstrucción, o mejor dicho como una re-construcción de evocaciones.
Esta Historia es una Historia interrogada y torturada por la razón[4], por una voluntad de veracidad, la Historia, llevada a extremos máximos de violencia cartesiana, se ve obligada a decir la “verdad”, a convertirse en verdad, ella misma. La duda cartesiana es el objeto de la metafísica de la presencia que extrae esa verdad, la envía al mundo y la muestra ante él como el reflejo inequívoco de lo que es. El logocentrismo se convierte, no sólo en la tiranía del símbolo, sino en la tiranía sobre el símbolo por parte de aquellas violencias de la metafísica.
La otra, la historia no torturada, al menos no hasta las inquisiciones de la crítica, es la que se cuenta a sí misma y carece de finalidad, de “moralidad”, en ella se puede observar una voluntad de mentira, el anti-trascendentalismo del hombre y su realidad, de su ser.
A esta historia, como a la palabra del loco, y en cierta medida a la del convicto sentenciado, no se le cree en la medida en que se aleja de la otra, lo que marca alguna posibilidad de verdad en esta historia (literaria o ficcional), es su “cercanía” con la otra Historia, la “verdadera”.
Esta historia está ligada a la escritura y por ende se le cree, con simpatía o sin ella, falsa, una mentira en la que no hay que creer realmente. Esta historia es la que está alejada del testimonio, por lo tanto de la voz. Recordemos que la voz ha sido considerada desde el platonismo, pasando por Rousseau y toda la tradición metafísica, como generadora, como verdad primera del hombre sobre las demás, “escritura del alma”, “escritura de la naturaleza”. Como lo dice Jacques Derrida en De la Gramatología, la escritura resulta subversiva, es un pharmakon que sirve de remedio y de veneno al mismo tiempo. Es un remedio en cuanto rescata el discurso oral, y un veneno en cuanto lo sustituye, en cuanto se aleja de la voz a la que evoca. Irónicamente, nuestra palabra castellana “historia” comparte con el pharmakon, esa naturaleza ambigua que designa una y otra cosa. La Historia se alimenta de testimonios, de testigos, de palabras habladas, rescatando así la verdad. La otra historia, la ficcional, es netamente gramática, prescinde de la voz y se encuentra ella misma en un juego de mentiras que se regocija en sí mismo.

La Historia ha quedado desnuda, desmontada desde su nombre propio hasta su unión con la realidad, pero nuestro encuentro no culmina aquí, debemos ahora despejar el terreno de apariencias que intenta ligar a la historia ficcional con la realidad. Para ello debemos irnos al extremo de la literatura, el extremo donde esta habla de sí misma y se deconstruye, liberándose así de toda metafísica de la presencia que la trata de marcar con supuestos significantes y pretendiendo trasladarla a un plano fuera de ella misma.
En este extremo encontramos a Borges. Como dice Alfonso de Toro en su ensayo Pharmakeus / heterotopia o más allá de la escritura: “Borges, citando la tópica oposición entre ‘realidad vs. ficción’ como mimesis de la realidad, pasa a la cita de ‘realidad vs. ficción’ vs. ‘mimesis de la ficción’ llegando a la oposición ‘mimesis de la ficción’ vs. ‘pseudo-mimesis de la ficción”. Borges declara así la realidad como signo y “ se despide de la categoría ontológica de la realidad, de lo fantástico (que siempre exige la relación ‘realidad vs. ficción’) y de la intertextualidad. Borges acomete así un juego deconstruccionista donde despoja a la escritura, de la presencia y diferencia del significante con su significado.
Alguien en esta sala podría argumentar que el juego parricida de Borges con la realidad pertenece al terreno de la literatura, de esa ‘segunda’ historia despojada de… seriedad quizás, y es que la crítica tradicional marca falsas distancias entre la Historia y su homónima, y cree firmemente en esas distancias; pretende arbitrariamente determinar los límites de la literatura y peor aún, de la escritura. Pretende decirnos que la escritura tiene límites respecto a la relación con algo que se encuentra dentro de ella, la Historia.
A partir del borrón deconstructivo que hace Borges a la realidad, escribe historias, y nótese que hablo ahora de la única historia que es posible escribir, la única que existe y que escapa del terreno platónico-trascendental. Borges construye entonces, historias sin más. Entramos a un terreno en que un libro sobre la conquista de América, un cuento costumbrista o una ficción borgiana, poseen un mismo valor en términos de verdad-mentira, y de realidad-ficción. Dice Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: “… el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables porque lo multiplican y lo divulgan”. Para Alonso del Toro, paternidad es una metáfora para el problema de la mimesis, para la resistencia y negación de la mimesis. Podríamos agregar que los espejos y la paternidad son en nuestra civilización, la H/historia, reproduciendo la ilusión, evocando evocaciones.
En otra parte del mismo texto de Borges, la relación entre estas evocaciones se hacen igual de claras en la forma de los hrönir, objetos secundarios que reproducen supuestos objetos reales. “Los hrönir –dice Borges,– han prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Han permitido interrogar y hasta ‘modificar’ el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir.” Hecho curioso: “los hrönir de segundo y tercer grado – los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön – exageran las aberraciones del inicial”, y más adelante, “Las cosas se duplican en Tlön, propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente.” Los hrönir son como nuestra historia y como ella, se encuentran imposibilitados de poseer dentro de sí mismo al objeto que evoca, evocando así evocaciones, recordando recuerdos, haciendo pseudo-mimesis de la ficción. Todos los historiadores son Pierre Menard.
Aplicando el análisis literario de Alfonso de Toro a nuestra reconstrucción de la historia, podemos decir que la historia “...en su intento de reproducir todo, elimina su referente y su referencialidad se vuelve inútil […] ya que su saturación de sentido y su exacta duplicación, su simulación, la hacen inservible”. Borges “aclara que no hay origen, sino una infinidad de trazas”. Lo que Derrida llamará huellas sin origen. Dice Jacques Derrida que la escritura es una imitación en cuarto grado, “incapaz de reproducir un fantasma como el pintor”, produce una simulación de algo que no existe.
Se podría pensar que la historia es entonces un fin en sí mismo, pero se volvería sobre lo mismo al convertirla en significante y significado de sí misma, borrando las huellas que nombramos antes. Toda escritura es entonces un rizoma, la historia está contenida en la escritura y no es entonces “ni raíz ni árbol” del mundo. La escritura está dirigida a alguien para ser leída y descifrada de una forma que borra las distancias entre el escritor y el lector, volviéndola ajerárquica. Encontramos entonces una verdad de la literatura, una verdad de la(s) historia(s) y de la escritura en una frase de Nietzsche que permite escapar a la desesperación de la inseguridad: “El hombre encontrará su madurez, en cuanto aprenda a jugar con la seriedad con la que juega un niño”; podemos traducirlo “en cuento aprenda a historiar con la seriedad con la que lo hace un niño”.

[1] G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, trad. Mª Luisa Rodríguez Tapia, Cátedra, Madrid, 1994
[2] Différance (que proviene del latino diferir)como la llama Derrida en contraste con la “diferencia” escrita différence, que se pronuncia igual que la primera.
[3] Ibidem.
[4]Como la palabra bajo tortura que describe Foucault en Vigilar y Castigar, la metafísica, a través de la “racionalidad extrema” y de su violencia, extrae de la Historia una confesión. Foucault utiliza este análisis para describir la relación entre la crítica y la literatura (torturador / torturado) que busca extraer la palabra cabal.