domingo, junio 04, 2006

Los rostros de Artaud.


Daniel Certain Sintjago.
“Fue después de su regreso de Rodez, en 1947. Antonin Artaud estudiaba un retrato de la hija de Pierre Loeb. ‘Necesito fotografías, pero no iría a un fotógrafo, no los soporto’. ‘No se preocupe –le dijo Pierre -, mi hermana tomó esa fotografía, no un fotógrafo’. Así que se acomodó en mi banco, una silla de director de cine. Él estaba extremadamente nervioso y sus expresiones faciales, así como su cuerpo, no paraban de cambiar con sorprendente movilidad. Al finalizar, me obsequió una copia de sus Cartas de Rodez con una dedicatoria deseándome todas las enfermedades posibles”

De esta forma, Madame Colomb describe el encuentro que sostuvo con Antonin Artaud, en orden de tomar las últimas fotografías conocidas del poeta, actor y dramaturgo francés.
Artaud, un hombre conocido, entre otras tantas cosas, por su presencia escénica, en los últimos años de su vida, evita ser fotografiado por los “profesionales” del asunto, y es que, como veremos más adelante, para Artaud el arte deja de ser una cuestión de profesión para fundirse indivisiblemente con la vida.
Pero volvamos al momento sagrado, inexistente siempre, de la reflexión previa a la escritura, pues al observar las fotografías de Artaud, surge la pregunta sobre, cómo en el transcurso de tan sólo 9 años, el rostro de Artaud manifestaba un deterioro que no era propio a la vejez, sino más bien el de la “locura”. Sin embargo, al revisar sus textos, podemos rastrear el patrón de una razón “deteriorada”, que no hacía mella en su aspecto físico. Con 41 años, edad en la que se le tomaron las fotografías comentadas por Madame Colomb, el rostro de Artaud parecía el de un hombre de 70, a lo que se suma los esfuerzos de Colomb por retratar al poeta en sus momentos de “tranquilidad”.
Inevitablemente, no puedo dejar de pensar, que nos hallamos aquí, con el resultado de la institucionalización de la locura, locura que, bajo el paradigma renacentista, significaba cierta conexión con lo divino.
Si hacemos caso a las teorías epistemológicas de Foucault, podríamos apuntar en Artaud, la corporización de dos etapas históricas: una, en la que la locura significaba un entramado de conceptos ligados a aquello desconocido pero real, el discurso paralelo a la cordura convencional, llamémoslo así, una cordura paralela, y aquella, la barroca (o clásica, como los estructuralistas franceses la catalogan), en que la locura deja de ser locura, para convertirse en “sin razón”, o la razón despojada de sí, para significar la ausencia de símbolos y signos que lo hicieran empatizar o al menos entender los códigos de su contexto social, una anomalía en la naturaleza, y en cuanto a anomalía, lo antinatural.
Pero no hablamos acá de un hombre que se enfrenta a la institución barroca, aquella que simplemente apartaba a los dementes a ese lugar más allá de los márgenes del discurso, discurso en tanto cuerpo formador de la sociedad, sino más bien de una “anomalía” que se enfrenta a las discursividades del poder moderno. Como nos explica Michel Foucault en Vigilar y Castigar, bajo el paradigma moderno, el criminal, el enfermo y el loco (trinidad anómala per exellance), no se le retira simplemente de la sociedad, sino que se le encierra y se le controla, para ser estudiado y por lo tanto diseccionado por el poder.
El cuerpo de Artaud, fotografiado antes y después de su reclusión en Rodez, resulta la manifestación casi expresa, de una metáfora física de aquella locura, antes casi admirada y fascinante, no como anomalía sino como el “otro real” y, aunque incomprendido, “igual”, se convierte en el transcurso de la historia, en aquello que debe ser “reventado” para ser entendido, tomando la expresión de ese otro loco institucionalizado que era Nietzsche, no la filosofía, sino la ciencia del martillo.

El loco, el santo:

Nacido en 1896, Antonin Artaud, fue desde niño, víctima de ataques nerviosos, causados por una meningitis, “milagrosamente curada” como lo manifestaría su hermana, y de depresiones, que lo harían “inepto” años después, para cumplir el servicio militar. A la edad de 19 años, en 1915, pasa su primera temporada en una clínica psiquiátrica, a partir de entonces, será un asiduo visitante de las instituciones mentales, hasta 1937, año en que se convierte en residente.
A pesar de sus indiscutibles capacidades histriónicas y su imponente presencia en escena, a Artaud no se le dará nunca papel estelar en obra o film alguno, ya que, como manifestaban los directores de la época “era bastante difícil controlar los arrebatos de locura y los ataques nerviosos de Artaud, así como sus constantes depresiones, que más de una vez interrumpieron la puesta en escena”.
Alejandra Pizarnik, poeta y traductora al castellano de la obra poética de Artaud, contará en uno de sus prólogos, la dificultad del poeta para publicar sus textos, que más allá de las corrientes vanguardistas de la época, resultaban “casi imposibles de comprender”, Artaud, dirían sus conocidos no tan íntimos, estaba loco.
Sus obras de teatro resultaban imposibles de representar, su poesía consistía muchas veces en simples relatos lineales y sin sabor de episodios de su vida y su carácter era insufrible. Ejemplo de lo primero, fue su obra “El chorro de sangre”, publicada en su libro El ombligo de los limbos, en los que participa un hombre de fuego vivo y la mano “real” de 4 metros de largo para sostener a una muchacha. Nos dirá Derrida en la parole souffle [la palabra soplada], que la obra de Artaud constituye lo representado en sí, así como el mismo Artaud nos explica que la actuación debe dejar la carne en el escenario y que el escenario era la vida. Ciertamente, en ese período blanco, de sus años previos a Rodez, Artaud buscaba encarnar la poesía “sin artificios”, lo que podríamos traducir en una búsqueda por lo sagrado; lo sagrado como aquella primera vista, única, individual, clandestina, sagrado como lo entiende Bataille, encarnado precisamente en el asesino, el enfermo y el loco, aquella trinidad que hemos nombrado más arriba. Ni el surrealismo, por su jugueteo distancial, ni la patafísica, fueron suficiente cobija para arropar el cuerpo (la teoría), de Artaud.
Pero volvamos a las fotografías, en 1928 se filma La Pasión de Juana de Arco, película en la que Artaud tendrá un papel, que aunque secundario, cautivará al público de la época, el del Hermano Jean Massieu. La peculiar belleza de Artaud es comentada por sus contemporáneos, así como su talento. Artaud es representado como un santo, que en silencio, se enamora de la locura de Juana de Arco, pues logra comprender aquello de sagrado que se esconde detrás de las alucinaciones. Pocos años más tarde, hará de su parte, recorriendo el mundo con un bastón que, decía él, había pertenecido a San Patricio, argumentando que él mismo, había sido tocado por la mano de Dios. El loco, como en la edad media, era sagrado, y por supuesto, como lo sagrado, incomprendido. En 1937, regresando de Irlanda en un barco, es amarrado con una camisa de fuerza por atacar a los marineros de la nave. A su llegada sería recluido “indefinidamente” según las palabras de su médico, en Le Havre, institución de la que sería transferido a muchas otras, para terminar en la célebre Rodez. La disciplina psiquiátrica, como la religión con lo sagrado, se hará cargo de curarlo, depurarlo de sus males, limpiarlo, hasta 1946.

El demente, el condenado:

Durante su estadía en Rodez, Artaud será víctima de la célebre terapia de shocks. Artaud, quien decía consumir opio por sus dolores de cabeza, era sometido a dicho tratamiento, para curar su adicción. Contaban las enfermeras de la institución, que Artaud no paraba de llorar y de esconderse cuando sabía que se aproximaba el momento de la terapia. El demente, la anomalía, era condicionado por la institución a través del dolor extremo, de la disección de su mente y la violación de su cuerpo, práctica del poder moderno en todas sus manifestaciones. La institución lo vigila, lo estudia y se esfuerza en conocerlo, literalmente conocerlo. Es sabida la relación que Artaud sostuvo con su psiquiatra el Dr. Ferdière, quien durante los pocos años que pasó en Rodez, llegó a intimar con el poeta. Ferdière, aparentemente, lo dejaba andar a sus anchas por la institución e incluso caminar por la calle, siempre que pasaba un período, “racionalmente” extenso, de tranquilidad.
Esta libertad se manifestó en dos de sus más célebres obras, las Cartas de Rodez y los Cuadernos de Rodez. En las cartas, Artaud continúa sus teorías sobre el teatro de la crueldad, sus reflexiones sobre la poesía, que aunque no dejaban de ser extravagantes, hacían parecer que Artaud había “retornado” a su constreñida pero genial cordura. Al mismo tiempo, sus amigos, no dejaban de decir que la reclusión de Artaud, había sido parte de una conspiración en su contra y para muestra de su sanidad publicaron en un tomo dichas cartas.
Al mismo tiempo, los cuadernos narraban una historia completamente distinta. Artaud se hacía de una familia imaginaria, y no dejaba de hacer comentarios detallados de sus momentos de evacuación, el color de su vómito, mientras interrumpía el hilo discursivo para acotar un comentario que su hija Ana, le acababa de susurrar al oído. Artaud era víctima de la batalla que en él mismo se daba lugar. Esa demencia institucionalizada, estaba siendo curada con el científico tratamiento psiquiátrico que se le daba, pero sus demonios internos, ese Artaud del antes y el después de Rodez, continuaban regurgitando manifestaciones de insania. Artaud hablaba con Dios, pero esta vez, Dios era un monstruo invisible que continuaba juzgándolo por los pecados de Adán.
En sus últimos meses en Rodez, Artaud detendría su escritura, y empezaría a agradecer al Dr. Ferdière, por haberlo curado definitiva e indiscutiblemente de su demencia y de su adicción. La institución finalmente lo dejó salir en 1946.

Artaud, la bestia:

No nos ha de extrañar lo que ocurrió seguidamente a su salida de la institución. Artaud, el loco, des sacralizado por la institución, publicaba sus cuadernos de Rodez, y entraba en lo que se conoció como su etapa negra. Etapa en que se tomaron las últimas fotografías, las que aquí presentamos y que fueron la inspiración de esta ponencia.
Es aquí, en el encuentro de su antigua locura con su cuerpo ahora fracturado y acabado, cuando Artaud escribe sus dos obras más famosas, luego de El Teatro y sus Dobles; Van Gogh o el suicidado de la sociedad, y Acabar con el juicio de Dios, donde Artaud manifiesta por última vez y con la voz más terrible, esa del hombre convertido en bestia, marcado en su rostro por la maldad y la decadencia, las terribles realidades del cuerpo violado, la fe perdida mediante el rapto de lo sacro y las verdades que encontró en los ojos de quien lo vigilaron, ojos, esos, que jamás pudieron comprender su obra. No citaré, los invito a leer, pero mientras tanto, les muestro, los rostros de Artaud.